La… ¿victoria?
Nos habían prometido la gloria, una tierra llena de recursos, riquezas inimaginables para toda nuestra vida y las futuras generaciones, un lugar donde poder establecernos. Cansados de vagar por tantos años, de recolectar aquí y allá lo que podíamos, de vivir al día, la idea nos encantó. Era lo que habíamos soñado casi toda nuestra vida.
No será fácil, nos dijo el Capitán, así que entrenamos duro, más que antes, porque ahora nos motivaba una ilusión. Nos volvimos los mejores guerreros que las Tierras Altas jamás hubieran visto, pero creo que nada en este mundo estaba preparado para lo que se venía.
Cuando el Capitán pensó que ya no podía hacer nada por nosotros, empezamos a pertrecharnos. Nos despedimos de nuestras familias, y rezamos todos juntos por última vez.
Desde el campamento se podía ver el valle allá abajo, con un verde esmeralda manchado de vivos colores de los frutales que abundaban a ambos lados del río. Y nos dijimos “hogar, vamos a por ti”.
Marchamos. Al principio animados, cantando, pero conforme nos acercábamos un frío fantasmal nos empezó a calar, no por fuera, sino en el corazón. Enmudecimos mientras nuestro paso se iba haciendo más pesado…
En cuanto cruzamos el vado nos atacaron los lobos. Eran enormes, salvajes, con unos colmillos afilados como navajas, pero luego de un rato los derrotamos. Mientras nos reagrupábamos para seguir avanzando salieron los osos de entre las rocas. Aunque estos nos hicieron sudar, finalmente pudimos derrotarlos con cierta solvencia. Hasta aquí estábamos bien. El infierno apenas se iba a desatar.
El cielo se ensombreció y no podíamos ver lo que era, hasta que unas garras comenzaron a levantar a los nuestros, elevándolos por los aires para luego soltarlos. Entonces reaccionaron los arqueros y con su apoyo comenzamos a defendernos. Para cuando cayó el último ya comenzábamos a resentir el cansancio, las heridas, y muchas bajas…
No íbamos ni a medio camino… Nos preguntábamos qué podía seguir, porque ninguno de nosotros había visto jamás un Griffin, sólo habíamos oído de ellos en las historias de nuestros abuelos.
La tierra retumbó. El sonido de tambores hacía eco en las cavernas que rodeaban el valle. Nos dimos cuenta que de ahí venía el ruido. Y un ejército de goblins salió en tromba rodeándonos pronto. El Capitán se apresuró a pedir al corneta que diera las órdenes de batalla, antes de que la sorpresa pudiera jugarnos una mala pasada. Los goblins no eran muy fuerte, ni muy hábiles ni muy listos, simplemente eran demasiados, y por presión nos iban asfixiando. Los arqueros en el centro disparaban hacia afuera tratando de que aminoraran los embates, y poco a poco lo fueron logrando. Pero cuando apenas nos estábamos dando un respiro, aparecieron ellos.
Enormes, grotescos, fuertísimos. Nos aplastaban como cucarachas. Pusieron a prueba todas nuestras habilidades, y nuestros instintos. Las tácticas del Capitán no servían de mucho. Yo pude matar uno, con la ayuda, claro, de 10 de mis hombres. Aprovechando que algo de lo que carecían era ligereza, nos movíamos ágilmente a su alrededor, tratando de esquivar sus grandes porras, mientras intentábamos clavarle nuestras espadas. Alcancé a contar 25 flechas en todo su cuerpo antes de que dejara de luchar. Mi festejo se detuvo en seco al percatarme de que solo quedábamos 3 en pie de mi equipo. De inmediato nos separamos, cada quien buscando donde ayudar.
Ni cuenta nos habíamos dado que el Sol se había ocultado ya, y la lucha siguió con ese tenor por varias horas más.
El amanecer nos sorprendió machacando al último ogro, el Sol se reflejó en su rostro mientras una lanza se clavaba en su corazón, y al caer sonó como un tambor que marcaba el final de la batalla.
Caímos de rodillas inmediatamente después, soltando las armas y elevando las manos al cielo. Luego nos levantamos despacio, se acercaron los soldados a abrazarme y pude ver que no quedábamos más de 100 en pie. Pronto encontramos al Capitán, sin vida, debajo del cuerpo de un ogro. Revisamos todo el valle buscando heridos, tristemente eran pocos… la mayoría lucharon hasta el final, como nos habían entrenado. Con lanzas y camisas hicimos algunas camillas para llevarnos a los que no podían caminar.
Al encontrar a nuestros hermanos, padres, primos, amigos caídos, soltamos las lágrimas. En silencio, caminábamos de vuelta al campamento con lentitud, adoloridos más del alma que del cuerpo, y eso que el dolor del cuerpo era mucho. Además de todo, nos dolía ver en el cielo los buitres que se preparaban para darse un festín con los nuestros, no teníamos fuerzas para darles una digna sepultura, y les pedimos perdón.
Pensé que tenía rotas las costillas, hasta que un recluta me señaló una flecha clavada en mi espalda. Me amarré un banderín en la cabeza para que detuviera la sangre que me corría por el rostro. Apenas podía apoyar el pie izquierdo así que tomé una lanza para apoyarme y avanzar. Mientras dejábamos el lugar atrás me preguntaba, ¿Valía más esta tierra que nuestros seres queridos?
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Iniciado por Sisifor
