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Tema: La derrota

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    La derrota

    -¡Queremos otro cuento, abuelo! –pidieron los niños, a lo que el viejo accedió luego de beberse rápidamente dos jarras de brebajes, y cuando ya iniciaba la tercera.
    Por completo ciego, aún mantenía la espalda perfectamente recta que había adquirido en su vida militar, cuando ejercía como miliciano; sus manos también conservaban fuerza y precisión, como podían comprobar todos aquellos que osaran irritarlo, equivocándose al juzgarlo por su apariencia; también mantenía intacto su sentido del oído.
    -Entonces les voy a contar una historia que casi nadie recuerda, y de la que no quieren hablar –comenzó el anciano, que también tenía aún muy buena memoria. La isla había ya mucho que estaba pacificada, así que lo que el abuelo les iba a contar era algo que había pasado en un tiempos bastante lejano.
    Cuando nos acercábamos a ese campamento, los tirapiedras hicieron justicia a su nombre, asomándose por sobre la empalizada. Los reclutas de la primera carga se dispersaron, aunque no habían tenido muchas bajas. Un capitán consiguió reagruparlos; pero eso no pudo impedir el desastre que vendría.
    Las puertas del campamento se abrieron y salieron unos flacuchos a atacarnos, cosa que no esperábamos, porque los bandidos no hacían eso, pero lo estaban haciendo; tomándonos completamente por sorpresa, provocando caos en nuestras filas. Pero cuando nos recuperamos de la impresión los hicimos retroceder, pensando que ya estábamos ganando, creyendo que pronto estaríamos entrando en el campamento. Mas todo era una trampa. No se suponía que hubiera perros, pero, ya fuera que los había y que los hicieron salir por una puerta lateral o trasera, o que se las ingeniaron para mantenerlos ocultos y silenciosos, la cosa es que de pronto surgieron de un bosque cercano y nos atacaron desde un flanco, tomándonos desprevenidos.
    Nuestro ejército había adoptado una formación “clásica”, con la caballería dividida en dos alas a los lados de la infantería. Así que perdimos rápidamente a la mitad de nuestra caballería, quedando desprotegidos por un flanco, comenzando a dispersarnos casi de inmediato. El otro ala de la caballería se apresuró a cruzar hacía el otro flaco, pero el desorden de nuestras propias filas le estorbó y le impidió conseguirlo. Al mismo tiempo surgió una gran horda del campamento, que parecía que se hubiera vaciado. No eran los enemigos más fuertes, pero salieron de pronto y haciendo mucho ruido, aumentando el desorden en el que estábamos. Al general no le quedó más remedio que huir, aunque trató de mantener las apariencias dando la orden de retirada general, cuando en realidad se trataba de un desbande total. A duras penas consiguió ponerse a salvo, acompañado por unos pocos jinetes.
    Antes de emprender mi propia huida, avatí un par de perros. Uno venía directamente hacía mí; lo esperé el tiempo suficiente para rebanarle completamente la cabeza; otro llegó con las fauces abiertas, en donde ensarté mi espada. En su agonía se sacudió y retorció, arrancándome la espada de las manos. Yo me veía devorado por el resto de la manada, que ya se aproximaba, pero un jinete llegó justo a tiempo; pero pagó caro el ayudarme. Fue derribado de su caballo, que fue prontamente destrozado por cinco o perros, mientras otros tres hacían lo mismo con el jinete. A mí no me quedó más que huir aprovechando que los perros estaban distraídos. No fue valiente de mi parte, lo sé, pero salvé mi vida.
    Mientras corría pude ver la dirección en la que se alejaba el estandarte del general, y me esforcé por seguirlo. Junto a mí, ambos lados, pasaron algunos jinetes fugitivos; mientras otros milicianos y reclutas iban delante, detrás de mí; y también a mi lado. Todos urgidos al escuchar los ladridos de los perros que parecían estar pisándonos los talones.
    Alcancé al general en la cima de una colina. Los que estaban ahí tratan de atender a los heridos y de organizar alguna clase de defensa. Montaban una especie de empalizada con estacas hechas de ramas cortadas de árboles de un bosque cercano. La estacada iba escalonada, obligando a quién subiera la cuesta a recorrer un camino zigzagueante. La subida era además bastante accidentada; pero era la única forma de llegar, ya que a un lado de colina el acceso estaba bloqueado por un río de aguas rápidas, y al otro por un denso matorral de arbustos espinosos. Así que la sima estaba protegida.
    Lo primero que vi al arribar al improvisado campamento fu como vendaban el muñón sangrante de un compañero miliciano. EL vendaje era rudimentario y sucio, pero impediría que se desangrara. Había además una compañía de arqueros, que no llegaron a intervenir en el combate por estar en la retaguardia y por huir casi tan pronto como los reclutas, así que no habían sufrido bajas y aún conservaban sus armas y todas sus flechas, que serían de una utilidad inestimable cuando el enemigo intentara asaltar la sima. En previsión de eso el general intentaba organizar la defensa dándonos lanzas improvisadas, que estaban hechas de las mismas ramas que la estacada, a todos los que habíamos perdido nuestras espadas.
    Aún estábamos ultimando detalles de la defensa cuando llegaron, primero los perros, por supuesto a los que escuchamos bastante antes de verlos. Les resultaba bastante difícil subir la cuesta, ya venían corriendo hacía rato y sin descanso, por lo tanto terminaron siendo presa fácil de los arqueros. No todos recibieron flechazos mortales, muchos se fueron aullando colina abajo con una flecha en una pata o en un anca o en un hombro. Pocos llegaron realmente hasta estábamos, pero no causaron ninguna baja, entre estacas y espadas terminamos con ellos.
    Sus amos se fueron agrupando en gran cantidad al pie de la colina, al parecer pensando y calculando como dar el siguiente paso. Nosotros mirábamos con preocupación, porque eran más de lo que esperábamos. Recuerdo que de mis compañeros preguntó si acaso haría flechas suficientes para todos ellos. Nadie respondió pero sabíamos que no. Los flacuchos fueron los primeros en atacar y en gran número, pero en total desorden; unas pocas flechas los hicieron retroceder, pero unos rufianes les impidieron continuar con su huida; así que se reagruparon y volvieron a subir. Y eso se repitió hasta que los arqueros ya no pudieron seguir, y no porque se quedaran sin flechas, sino porque se agotaron de tanto tensar sus arcos. Fue entonces que los rufianes acompañaron a los flacuchos. Juntos eran demasiados.
    Todos comenzaron a pedirle, casi rogarle, al general para que se retirara y alcanzara la ciudad, ya que pensamos que los bandidos no lo seguirían hasta ahí, en lo que estuvimos acertados. Él negó, pero ante nuestra insistencia decidió aceptar, a condición de que lo acompañara la mayoría de nosotros, especialmente los heridos; pero muchos protestamos negándonos a dejar la posición, especialmente el manco.
    -¡Pero no puedes luchar! –le dijo el general.
    -¡Sí que puedo! –exclamó el hombre, sosteniendo una espada de hierro en la mano izquierda- Prefiero caer luchando en este lugar antes que vivir lisiado.
    Viendo su determinación el general prefirió no insistir y se llevó a todos los que pudo convencer de que los siguieran; a mí entre esos. Me dijo que había quedado impresionado por mi fuerza, habilidad y valor, y por eso quería que lo acompañara como uno de sus guarda espaldas. Desde el principio intuí que eso era mentira, pero viendo el montón de enemigos que se acercaran, preferí creerla. Así que lo que realmente sucedió en la sima de esa colina en realidad no lo sé. Sólo que no volvió ninguno de los compañeros que dejamos atrás. Escuchamos el clamor de la batalla mientras descendíamos la colina por el otro lado, y sólo el general no se volvió a mirar atrás. Supongo que le pesaba demasiado el sacrificio que hicieron los que quedaron en la colina. Sacrificio que sin dudas valió la pena, ya que pudimos huir sin ser estorbados.
    -Por supuesto que luego nos tomamos revancha de esa derrota, y yo participé en esa victoria, acompañando a ese mismo general. Pero esa es historia para otro día.
    -¡Noooo! –protestaron los niños.
    -¡No! Ya me cansé de hablar –dijo el anciano en tono concluyente- Además tomé mucho brebaje y necesito dormir una siesta.- Cosa que era cierta ya que se había bebido una cuarta jarra de brebaje durante su relato. Así que se levantó y se retiró al interior de su casa, con paso titubeante, a pesar de las protestas de sus nietos, donde tuvo un sueño intranquilo, recordando.

  2. #2

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    volvió el taller uiii DD

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