Nos dijeron que aquí podríamos estar en paz, que había espacio y bienestar para crecer a gusto, que nuestros hijos serían felices y nada nos faltaría. En realidad, por muchos años así fue.
Las guerras se hacían lejos. Los caídos, ofrendaban sus vidas con valor por sus familias, sabiendo que allá atrás estarían a salvo. Además, del otro lado del umbral los esperaba una mejor vida. Los guerreros se ganaban por derecho un hogar para sus familias en el paraíso.
Gracias a su sacrificio, el reino prosperaba poco a poco, mejores viviendas, mejores herramientas, mejores alimentos. Parecía que estábamos construyendo nuestro propio paraíso.
Pero todo cambio un día de primavera, mientras preparábamos la fiesta de la pascua. Se habían recolectado los huevos y preparado tintes de mil tonos distintos. Los niños conversaban entre ellos sobre lo divertido de las búsquedas y los juegos tradicionales. Habría comidas especiales, mucha música y baile.
Luego, una llamada de auxilio, Lord Tacañus estaba siendo atacado por una tribu hasta entonces desconocida. Como era la costumbre, nuestro mejor militar, el General Azo, acudió con su guarnición en ayuda del amigo.
A eso se siguió otra solicitud, a los territorios del norte habían vuelto los vikingos, a cobrar venganza por la última vez que habían sido derrotados. El General Ito tuvo que ir al auxilio de la frontera. Hasta aquí, nada parecía extraño. Sin embargo, no fue todo. Los caballeros negros encubiertos por una magia oscura habían logrado reconstruir sus castillos negros en el este. Hasta allá fue el General Mente con otra guarnición para tratar de expulsarlos definitivamente.
Y el colmo, desde el oeste llegaron las peticiones de ayuda por una nueva oleada de piratas que saqueaban la zona esta vez más sanguinarios que nunca. Fue comisionado el General Chang para esa batalla.
Mientras tanto, en la isla todos estaban tranquilos, pensando que eran las batallas de costumbre, los preparativos no cesaron. Cuando de repente una nube oscura cubrió la isla entera. A pesar de ser casi la hora del almuerzo parecían las 12 de una noche sin luna. Pero no era sólo la oscuridad, sino un frío extraño que se metía por los poros, helando hasta los huesos. Los más pequeños rompieron a llorar, los demás corrieron a buscar a sus madres, a quienes el pánico les impedía darles consuelo. Luego los gritos desgarradores cayeron del cielo. La bruja del pantano uniendo fuerzas con los sacerdotes oscuros había conseguido romper el hechizo que protegía la isla y habían enviado a sus arpías. Con una ira terrible comenzaron a caer sobre todos los que aún estaban a la intemperie. Muchas mujeres y niños cayeron en la primera oleada. Lord Soya armó con las reservas de armamento a los jóvenes más grandes y a los mayores menos viejos, intentando repeler la agresión. Lucharon con valor y las arpías cayeron.
Pero no terminó ahí. De repente comenzaron a caer bolas de fuego sobre los campos, luego las casas comenzaron a incendiarse, todos corrieron a los pozos intentando controlar la catástrofe. En esa confusión comenzaron a escucharse los aullidos. De la nada aparecían los lobos, y parecía que sería el fin.
Justo en ese momento regresaba un general, venían contentos por la victoria pero cansados y malheridos muchos de ellos, con el tradicional cargamento de experiencia y mercancías que la ciudad necesitaba para crecer. La confusión invadió el barco al ver el humo que venía de la isla. Sacaron los remos de emergencia y con un gran esfuerzo lograron llegar a tiempo para detener a los lobos. Respiraban con alivio pero no podían salir de su asombro. No entendían que había pasado.
Por un momento pensaron que ya había terminado todo. Luego la tierra comenzó a temblar. Entre el caos nadie notó que en la costa norte habían desembarcado los nómadas, y con cientos de caballos lanzaban una carga sobre las minas de oro. Allá fueron todos con prisa a tratar de detenerlos, rápidamente fueron a los establos intentando equilibrar la situación. Ni siquiera alcanzaron a poner las sillas, montaron a pelo. Afortunadamente en eso llegó otro de los generales que traía consigo a los jinetes experimentados, y reforzó la carga defensiva.
Estaba escrito que ese día la muerte tendría un gran festín. Acorralaron a los invasores contra la montaña, y comenzaron a llover las flechas. Se habían apertrechado los arqueros entre las rocas, preparando la trampa, y los jinetes cayeron.
La respuesta llegó del último barco. Los soldados protegidos con sus armaduras lograron llegar hasta donde estaban los arqueros y acabar con ellos. Ya para este momento los campos se habían teñido de negro y rojo.
No pudieron ni tomar un respiro, los traidores habían regresado. Frescos y en gran número, comenzaron a avanzar sobre las tropas sobrevivientes, quienes se replegaban en el castillo oscuro, en un intento por alejar a los invasores de la Mansión de Lord Soya, donde habían encontrado refugio los aldeanos no combatientes.
Así lograron equilibrar las fuerzas, y poco a poco los invasores fueron cayendo, pero cuando la esperanza se comenzaba a respirar, los forajidos desembarcaron en la costa sur, justo a unos pocos metros de los refugiados, y atacaron sin piedad. Lord Soya dirigió las tropas restantes rápidamente hacia allá, cuando fueron interceptados por los hijos de la sabana. La lucha fue encarnizada, los enemigos caían como moscas, pero eran demasiados, la desesperación de ver caer a las familias impulsaba a los settlerianos a luchar con inusitado valor, olvidando el cansancio, las heridas, y las largas horas de dolor que habían vivido hasta ese momento, sin embargo poco a poco el número de defensores iba disminuyendo, y a pesar de las enormes bajas, los invasores parecía que no se terminaban nunca.
Lord Soya luchó hasta el final, incluso derrotó a varios de sus líderes, pero finalmente cayó. No fue una, ni dos, sino cinco las flechas que le atravesaron el pecho. Ya había recibido numerosos cortes en casi todo el cuerpo, pero el amor a su pueblo, a su tierra, lo mantenían en píe hasta que ya no pudo más. En su último aliento, no pudo evitar derramar una lágrima, mientras veía su mansión caer destrozada por el fuego, las rocas y las hachas. El edificio no le importaba, lloraba por la gente que caía con él… Lord Soya cayó, y con él el pequeño grupo de gloriosos guerreros que a pesar del dolor, jamás pensaron ni por un instante rendirse.
Y cayó la colonia, yo que era sólo un niño, casi adolescente, logre escapar en un pequeño bote de pesca, y comencé a narrar la historia, con la esperanza de que sirviera de lección para los demás settlerianos, pero todos siguen pensando que sólo son cuentos, que eso a ellos nunca les podría suceder.